Este texto escrito entre 1860 y 1862 se editó postumamente,
a modo de apéndice en Teorías de las plusvalías, bajo
el título “Concepción apologética de la productividad de todas las profesiones”
El filósofo produce ideas, el poeta poemas, el cura
sermones, el profesor compendios, etc. El delincuente produce delitos.
Fijémonos un poco más de cerca en la conexión que existe entre esta última rama
de producción y el conjunto de la sociedad y ello nos ayudará a sobreponemos a
muchos prejuicios. El delincuente no produce solamente delitos: produce,
además, el derecho penal y, con ello, al mismo tiempo, al profesor encargado de
sustentar cursos sobre esta materia y, además, el inevitable compendio en que
este mismo profesor lanza al mercado sus lecciones como una “mercancía”.
Lo cual contribuye a incrementar la riqueza nacional, aparte de la fruición privada que, según nos hace ver, un testigo competente, el señor profesor Roscher, el manuscrito del compendio produce a su propio autor.
Lo cual contribuye a incrementar la riqueza nacional, aparte de la fruición privada que, según nos hace ver, un testigo competente, el señor profesor Roscher, el manuscrito del compendio produce a su propio autor.
El delincuente produce, asimismo, toda la policía y la
administración de justicia penal: esbirros, jueces, verdugos, jurados, etc., y,
a su vez, todas estas diferentes ramas de industria que representan otras
tantas categorías de la división social del trabajo; desarrollan diferentes
capacidades del espíritu humano, crean nuevas necesidades y nuevos modos de
satisfacerlas. Solamente la tortura ha dado pie a los más ingeniosos inventos
mecánicos y ocupa, en la producción de sus instrumentos, a gran número de
honrados artesanos.
El delincuente produce una impresión, unas veces moral,
otras veces trágica, según los casos, prestando con ello un “servicio” al
movimiento de los sentimientos morales y estéticos del público. No sólo produce
manuales de derecho penal, códigos penales y, por tanto, legisladores que se
ocupan de los delitos y las penas; produce también arte, literatura, novelas e
incluso tragedias, como lo demuestran, no sólo La culpa de Müllner o
Los bandidos de Schiller, sino incluso el Edipo [de Sófocles] y el Ricardo
III [de Shakespeare]. El delincuente rompe la monotonía y el aplomo
cotidiano de la vida burguesa. La preserva así del estancamiento y, provoca esa
tensión y ese desasosiego sin los que hasta el acicate de la competencia se
embotaría. Impulsa con ello las fuerzas productivas. El crimen descarga al
mercado de trabajo de una parte de la superpoblación sobrante, reduciendo así
la competencia entre los trabajadores y poniendo coto hasta cierto punto a la
baja del salario, y, al mismo tiempo, la lucha contra la delincuencia absorbe a
otra parte de la misma población. Por todas estas razones, el delincuente actúa
como una de esas “compensaciones” naturales que contribuyen a restablecer el
equilibrio adecuado y abren toda una perspectiva de ramas “útiles” de trabajo.
Podríamos poner de relieve hasta en sus últimos detalles el
modo como el delincuente influye en el desarrollo de la productividad. Los
cerrajeros jamás habrían podido alcanzar su actual perfección, si no hubiese
ladrones. Y la fabricación de billetes de banco no habría llegado nunca a su
actual refina-miento a no ser por los falsificadores de moneda. El microscopio
no habría encontrado acceso a los negocios comerciales corrientes (véase
Babbage) si no le hubiera abierto el camino el fraude comercial. Y la química
práctica, debiera estarle tan agradecida a las adulteraciones de mercancías y
al intento de descubrirlas como al honrado celo por aumentar la productividad.
El delito, con los nuevos recursos que cada día se descubren
para atentar contra la propiedad, obliga a descubrir a cada paso nuevos medios
de defensa y se revela, así, tan productivo como las huelgas, en lo tocante a
la invención de máquinas. Y, abandonando ahora al campo del delito privado,
¿acaso, sin los delitos nacionales, habría llegado a crearse nunca el mercado
mundial? Más aún, ¿existirían siquiera naciones? ¿Y no es el árbol del pecado,
al mismo tiempo y desde Adán, el árbol del conocimiento? Ya Mandeville, en su
“Fable of the Bees” (1705) había demostrado la productividad de todos los
posibles oficios, etc., poniendo de manifiesto en general la tendencia de toda
esta argumentación:
“Lo que en este mundo llamamos el mal, tanto el moral como
el natural, es el gran principio que nos convierte en criaturas sociales, la
base firme, la vida y el puntal de todas las industrias y ocupaciones, sin
excepción; aquí reside el verdadero origen de todas las artes y ciencias y, a
partir del momento en que el mal cesara, la sociedad decaería necesariamente,
si es que no perece completamente.”
“Lo que en este mundo llamamos el mal, tanto el moral como
el natural, es el gran principio que nos convierte en criaturas sociales, la
base firme, la vida y el puntal de todas las industrias y ocupaciones, sin
excepción; aquí reside el verdadero origen de todas las artes y ciencias y, a
partir del momento en que el mal cesara, la sociedad decaería necesariamente,
si es que no perece completamente.”
Lo que ocurre es que Mandeville era, naturalmente,
mucho más, infinitamente más audaz y más honrado que los apologistas filisteos
de la sociedad burguesa.
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