Superado el periodo de oscurantismo medieval y pasada la
barrera psicológica del año 1000, Europa occidental se vio bañada por la cálida
luz de una leve prosperidad. Se produjeron algunos progresos en agricultura
(aperos y métodos de cultivo, optimización de los molinos de agua) que tuvieron
repercusión en la mejora de las condiciones materiales de la vida diaria. Por
primera vez en siglos, la población experimentó un crecimiento.
La demanda de educación, que por entonces era un servicio
monopolizado por la iglesia, también creció; y sobre todo desde la propia
institución eclesial, que necesitaba más clérigos para satisfacerla.
Aparecieron por entonces como gran novedad las primeras escuelas no asociadas a
monasterios, que poco a poco se unieron a nivel local para fundar las primeras
universidades, formadas por enseñantes y alumnos según el modelo de los oficios
gremiales (“universitas” = asociación de personas que persiguen un fin común)
En realidad el conocimiento ya había empezado a despertar
del prolongado letargo medieval en el siglo X cuando comenzaron a entrar en los
reinos cristianos de Europa nuevas traducciones de los textos clásicos, que
habían estado ausentes durante todos esos años. La ciencia antigua se
desperezaba por fin y recibía este nuevo caudal de saber a través de dos vías:
- La
vía árabe: traducciones procedentes de Al-Ándalus, normalmente realizadas en
Toledo. Así llegó el “Almagesto” de
Claudio Ptolomeo, el “Elementos” de Euclides y
sobre todo los comentarios de Avicena
(980-1037) y Averroes (1126-1198) a la filosofía natural
de Aristóteles (384-322 a.C.).
- La
vía griega: traducciones del griego al latín realizadas en Sicilia y el
sur de Italia (nunca se dejó de hablar el griego en esta zona) de escritos
procedentes de Constantinopla, dónde la cuarta cruzada había terminado con
el establecimiento del imperio latino
(1204-1261).
El redescubrimiento de Aristóteles
Tras el colapso del imperio romano de occidente la visión
cosmológica del mundo en Europa era la de la ciencia antigua y estaba dominada
por las ideas platónicas (Timeo), mientras que la obra de Aristóteles se
conocía solo parcialmente a través de algunos de sus tratados de lógica.
Pero cuando empezaron a llegar estas nuevas traducciones y
se pudo apreciar la amplitud, la diversidad y el calado del corpus
aristotélico, el panorama de la enseñanza sufrió un vuelco completo. Incluso
las matemáticas y la astronomía, que tradicionalmente habían sido el centro de
interés educativo, quedaron en solo unas décadas relegadas al campo de la
astrología medicinal y el calendario religioso, ya que se puso todo el énfasis
del currículum universitario en la recién descubierta filosofía natural de
Aristóteles.
Las primeras universidades arrancaron su andadura con un
sistema educativo de base común aristotélica, recibida como herencia del mundo
antiguo a través de traducciones al latín desde el griego y el árabe. Era
un ámbito culto, en el que nadie se preguntaba ya si la Tierra era plana o redonda y
tanto el ambiente educativo como la actitud de profesores y alumnos era de
apertura al nuevo conocimiento. Además existía una gran movilidad geográfica
que se veía favorecida por el uso de un único lenguaje común (el latín); algo
importantísimo que en nuestros días ya no tenemos.
Los problemas de conciliación entre ciencia y escrituras
Sin embargo y a pesar de esta relativa libertad de
pensamiento y de planteamiento, existía un grave problema de fondo que no tardó
en hacerse patente. En realidad se trataba de un viejo problema que había
permanecido larvado desde la victoria del cristianismo como culto oficial del
imperio romano (Edicto de Milán 313 d.C.) y
la consecuente exclusión de la mayor parte de la ciencia pagana.
El conocimiento aristotélico era un vendaval de aire fresco;
una cantidad ingente de nuevo material de gran calidad que aportaba mejores
explicaciones en todos los campos de las ciencias naturales. Pero algunos de
sus postulados chocaban frontalmente con la teología cristiana, de base “neoplatonista” y muy influenciada por la
gigantesca figura de los padres de la iglesia, especialmente
de Agustín de Hipona (354-430 d.C.).
El sistema de pensamiento religioso no podía aceptar dentro
de sus fundamentos un nuevo conocimiento que contradecía sus dogmas en puntos
tan importantes como los siguientes:
- Identificaba
la idea de dios con la idea de universo, lo que se veía como panteísmo
- Proponía
un cosmos eterno que excluía a la creación bíblica
- Concebía
la deidad como un “primer motor” que no intervenía directamente en el
universo; una postura racionalista que excluía los milagros
- Negaba
la inmortalidad personal, por lo que destruía el dogma de la existencia
del alma independiente del cuerpo, y por tanto ponía en tela de juicio
toda la escatología cristiana.
La solución: Alberto Magno y Tomás de Aquino
Como primera y drástica solución, una asamblea de obispos se
reunió en París en 1210 y prohibió tajantemente la enseñanza de la filosofía
natural de Aristóteles. París era la universidad puntera a principios del siglo
XIII y allí tanto alumnos como profesores se dejaban fascinar por el corpus
aristotélico en sus lecturas privadas, pero después del veto eclesial solo
algunos se atrevían a comentarlo públicamente en sus clases.
Entre estos valientes se encontraban Alberto Magno (1206-1280) y su
discípulo Tomás de Aquino (1224-1274),
que conscientes de la necesidad imperiosa de incorporar a Aristóteles dentro
del saber cristiano, elaboraron una estrategia de aproximación selectiva no
exenta de dificultades, pero fructífera al final. Su planteamiento establecía
la superioridad absoluta de las escrituras, pero dejaba abierta la posibilidad
de aceptar todo el conocimiento aristotélico que no las contradijera. La clave
es la siguiente: En caso de conflicto, manda la Biblia.
Tomás de Aquino en particular se ve hoy como el responsable
máximo del éxito, el hombre que llevó este enfoque a sus últimas consecuencias
y que incluso se atrevió a explicar y disculpar las equivocaciones de
Aristóteles:
- El supuesto
panteísmo aristotélico era un error pueril que la teología cristiana de
base ya descarta. Es evidente que Dios es una cosa y su creación otra.
- La
idea de un cosmos eterno es absurda desde el punto de vista filosófico,
sin necesidad de recurrir a la teología. Todo lo que es, ha tenido un
principio.
- Dios
emplea métodos naturales para sus intervenciones, lo cuál las hace
aparecer como racionales.
- El
concepto de alma correcto es el platónico, sancionado por Agustín de
Hipona: alma individual e inmortal, separable del cuerpo.
El empuje del buey Aquino
Se cuenta que en la universidad de París, Tomás de Aquino
era apodado “El Buey” por su corpulencia, y que su maestro Alberto dijo en
cierta ocasión:
“¡Un buey, si! Pero algún día el mundo se estremecerá con
su bramido.”
Con una actitud no exenta de riesgo, Alberto y Tomás se
empeñaron en la tarea de cristianizar a Aristóteles. Y lo hicieron de forma
sincera, desde su fe y sin incurrir en ningún momento en posturas
racionalistas.
Tomás de Aquino en particular, siempre se vio a sí mismo
como un teólogo y parece que sentía incluso un cierto desprecio por los
filósofos que, para él, eran sobre todo paganos. Su batalla principal no era
encajar a Aristóteles dentro del cristianismo, sino demostrar que no era una
amenaza para el saber bíblico; que por muy mal que se pusieran las cosas la
ciencia siempre sería la esclava y la fe la señora. Su postura en ciertos
aspectos era mucho más radical que la del mismo Agustín de Hipona y no se
conformaba con varear a los herejes para que entraran en razón católica, como
proponía el africano, sino que abogaba por matarlos directamente, hecho que
algunos dicen hoy que pudo servir a la inquisición como justificación moral
para sus atrocidades posteriores.
Aun así, muchos pensaron en su tiempo que Tomás de Aquino y
Alberto Magno habían ido demasiado lejos con su obsesión por el aristotelismo.
Cuando Tomás murió en 1274 su figura se encontraba en franco descrédito, sus
tesis rechazadas y, de haber seguido vivo, su propia integridad personal podría
haber estado en potencial peligro inquisitorial. En 1277 se desató una lucha de
poder entre franciscanos y dominicos que terminó con una gran reacción en
contra de su obra y la publicación de una lista de 219 proposiciones
aristotélicas inadmisibles para los cristianos y prohibidas en la universidad
de París.
Sin embargo la semilla del corpus aristotélico estaba
plantada y el tronco que de ella creció tenía tal solidez y había permeado las
bases del conocimiento hasta tal extremo que el simple paso del tiempo hizo que
volviera a resurgir imparable en las aulas, a partir quizás de esas nunca
interrumpidas lecturas y enseñanzas en privado.
En 1323 las cosas habían cambiado tanto que el papa Juan XXII (Jacques Dueze 1249-1334), obviando
incluso que no había evidencias de milagros en su vida, elevó al bueno de
Aquino a la santidad. Alberto Magno y Tomás de Aquino habían ganado así la
batalla académica con carácter póstumo y la obra del estagirita sería durante
los próximos siglos la base de cualquier esfuerzo intelectual serio en
cualquier materia, desde la física hasta el derecho.
Tomás de Aquino seguramente disfrutaría desde su nuevo lugar
en los altares y sentiría la satisfacción del deber cumplido al oír a los
profesores de universidad jurar:
“Enseñaré el sistema de Aristóteles excepto en aquellos
casos en los que es contrario a la fe”.
Su destino post mortem no dejó de mejorar con el tiempo y en
1567 se le otorgó el título de doctor de la iglesia “Doctor Angélicus” y
“Doctor Communis”, siendo no solo el doctor eclesiástico más laureado de la
historia, sino el patrón de todas las escuelas católicas del mundo y el pilar
fundamental su teología hasta prácticamente ayer. Alberto Magno, cuyos méritos
no palidecían ante los de Tomás, tuvo que esperar hasta 1931 para ser también
canonizado y laureado como doctor en una misma ceremonia y sólo gracias a la
continua presión del estado alemán.
Fin de la edad oscura en el cristianismo y estancamiento
en el islam
Y de esta forma quiso el destino que las intenciones
iniciales, claramente proselitistas, de Tomás de Aquino, al mismo tiempo hombre
viajado de vasta instrucción y fraile dominico partidario de matar al hereje,
abrieran la puerta a la razón en la enseñanza universitaria. Se consolidó así
un proceso lento y gradual de aproximación y estructuración del conocimiento al
que ahora conocemos como escolástica, y por el que la razón se fue
imponiendo inadvertidamente al dogma, hasta que la antigua esclava (ciencia) se
independizó por fin de su señora (fe). A partir de ese momento sus progresos
fueron exponenciales.
Quiso también el destino que casi al tiempo que la razón
arraigaba en el Occidente cristiano se desdibujara en la cultura islámica. El
teólogo que tuvo una influencia definitiva en este sentido fue Al Ghazali (1058-1111) que en un movimiento
contrario al de Aquino, se empeñó en avisar seriamente de que la obsesión de
algunos sabios islámicos con el racionalismo griego llevaba a conclusiones
incompatibles con la fe, dejando sentada la perniciosa noción de que todo lo
que no contribuyera a aumentarla no era bueno. Avicena se había convertido en
un mal ejemplo para todos los musulmanes. Averroes iba por el mismo camino.
Hoy la filosofía natural de Aristóteles está superada y su
cosmología y su física son encantadoras teorías arcaicas, con cuya formulación
muchos se deleitan al ver expresada la proporcionalidad entre fuerza y
velocidad; algo por cierto que Aristóteles nunca hizo de forma explícita. Pero
hoy también somos capaces de apreciar la enormidad de su trabajo científico,
que no tuvo parangón durante más de 1500 años y la valía del paso al frente de
Alberto, Tomás, Siger de Brabante (1240-1285) y
todos los que consiguieron que Aristóteles fuera aceptado como parte del saber
oficial cristiano en la difícil edad oscura
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